


Cosechás lo que Sembrás Carlos Campos Colegial
Arrancamos este relato remitiéndonos a "Los últimos 50 años", donde les narré cómo, aquel 4 de julio de 1974, y gracias a información adquirida de segunda mano, una mujer espectacular que jamás olvidaré me introdujo en las mieles del sexo placentero y gratificante. Con ella descubrí no solo el placer físico, sino también la importancia de buscar siempre la plena satisfacción de la pareja. Durante algo más de un año y a través de incontables visitas a su residencia, recibí un "entrenamiento" que marcaría mi vida. Fue tanto lo aprendido que, con seguridad, puedo afirmar que nunca he tenido que pagar por sexo. Además, el talento que desarrollé para confeccionar acrósticos de manera fluida se convirtió en un aliado infalible para el éxito en ese ámbito.
Traigo a colación esta anécdota como punto de partida para este relato, pues sirve para cimentar una de las bases de esta historia: la vida nos enseña que nada queda en el vacío y que todo lo que hacemos, especialmente cuando va en contra del amor, nos es devuelto con creces. A veces en esta misma existencia, otras en las próximas. En mi caso, he tenido la fortuna de redimir ese daño en esta vida, que ya comienza a extinguirse. Comprender por qué me han ocurrido ciertas cosas no ha sido fácil, pero ahora no puedo más que agradecer a los seres superiores por la oportunidad de resarcir mi ser.
Es imposible reparar directamente el daño causado a quienes fueron mis "víctimas", si es que se les puede llamar así. Por esta razón, he llegado a una conclusión: el perdón y el arrepentimiento no existen. Y no existen por una razón muy simple: si estos conceptos fueran reales, la ley de causa y efecto —también conocida como la ley de siembra y cosecha— perdería su vigencia. ¿Cómo puede alguien cometer un daño, recibir el perdón, y anular así las consecuencias de sus actos? Sería como pretender que la ley de la gravedad funcionara en algunas circunstancias y en otras no.
La vida es un ciclo perfecto, donde cada acción tiene su repercusión. Y aunque el camino hacia la redención es arduo, estoy agradecido por esta oportunidad de aprender, crecer y equilibrar lo que he sembrado.
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Corría el año 1976 cuando, de manera inesperada, un amigo de mi padre, con quien jamás había tenido trato alguno, decidió calumniarme. Fue un comentario sin fundamento, pero suficiente para asegurarle a mi padre que yo solía frecuentar los prostíbulos ubicados a la salida del pueblo.
Don Pacho, sin tomarse la molestia de consultarme si aquello era cierto o no, lo dio por hecho de inmediato. Como consecuencia, ordenó a doña Carmen, mi madre encargada del hogar, que lavara mi ropa aparte del resto de la familia y, para mayor precaución, la sumergiera en agua hirviente para "desinfectarla" de las bacterias que, según él, yo había adquirido en esos lugares de perdición, como se les solía llamar entonces.
La humillación que sentí en mi propia casa fue inmensa, más aún porque mi conciencia estaba completamente tranquila: jamás había pisado un lugar de ese tipo. Durante un tiempo, no supe quién era el responsable de semejante difamación, pero cuando finalmente descubrí su identidad, decidí enfrentarlo.
Un día, reuní el valor necesario y entré en su oficina. Lo saludé con firmeza y le hice un breve comentario sobre su acción y las consecuencias que había desatado en mi entorno familiar. Mientras hablaba, observé que mantenía en su rostro una sonrisa irónica que no se desvanecía, como si mis palabras carecieran de peso o importancia. Aquella actitud solo reafirmó mi determinación.
Entonces, con calma y sin el menor rastro de rabia, le lancé una advertencia que estaba seguro algún día se haría realidad: "La próxima vez que estemos frente a frente, será para decirle: 'Esto es por lo que usted causó en mi ser hace tantos años'".
Lejos de inquietarse, extendió los brazos, los movió como burlándose, y dijo con tono sarcástico: "Mira cómo tiemblo". Acto seguido, me invitó a desocupar su oficina. Lo hice sin discutir, convencido de que había hecho lo correcto al enfrentarlo y de que, de alguna manera, lo que le había asegurado terminaría por cumplirse.
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Cuando llegué a casa esa noche, mi padre ya me estaba esperando. Su expresión severa anticipaba lo que estaba por venir. Sin demora, me reclamó por la supuesta falta de respeto hacia su amigo, añadiendo lo que para él era lo más grave del asunto: la amenaza que, según aquel hombre, yo había proferido.
Escuché su reprimenda con paciencia, pero al final solo atiné a responder, como lo había hecho antes, que ya faltaba muy poco para cumplir la mayoría de edad y emanciparme formalmente. "Así dejaré a todos en completo descanso", le aseguré. Sin embargo, también le reafirmé lo que había dicho frente a su amigo: "A ese señor se la cobro. No sé cuándo ni cómo, pero lo haré. Y le advierto que tiene más rebaja una guía de marranos", cerré con la expresión que solía emplearse en esos tiempos para referirse a algo intransigente o inevitable.
Desde ese día, instauré una rutina casi ritual. Cada anochecer y cada amanecer, pedía a mi mente subconsciente que me brindara la oportunidad de ajustar cuentas con ese hombre. Pero lo hacía con una condición: que no se viera afectado ni en su físico ni en sus bienes materiales, sino de una forma que lo marcara para siempre.
Con el tiempo, entendí un principio importante sobre el funcionamiento de nuestra mente subconsciente: no distingue entre lo que es bueno o malo para nosotros ni para nuestro futuro, ya sea en esta vida o en las próximas. Lo más grave es que tampoco sabe qué nos conviene realmente. Por eso, debemos estar dispuestos a asumir las consecuencias de los errores que cometemos, incluso cuando la mente nos lleva, en su afán por complacernos, a situaciones que parecen normales pero que, con el tiempo, pueden salirse de control.
Así es la ley de causa y efecto: el mal que hacemos regresa inevitablemente, y suele hacerlo en los momentos más inoportunos, cuando menos preparados estamos para afrontarlo. Como suele decirse, "cuando llega el momento de pagar, no siempre tenemos con qué".
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Al cumplir la mayoría de edad, y tal como lo había planeado años atrás cuando diseñé mi programa de vida, dejé el hogar paterno. Estaba decidido a enfrentar la vida por mi cuenta, como solía decir, "para descubrir de qué soy capaz y cuál será mi rol en la vida adulta que se avecinaba a pasos agigantados". Aquella etapa, que esperaba con grandes expectativas, representaba un desafío que asumía con entusiasmo. Éramos pocos los que, más allá de nuestra condición de estudiantes, nos transportábamos mentalmente a un futuro lleno de expectativas y posibles escenarios por desarrollar.
Después de terminar el bachillerato, cumplí lo que había decretado el día en que, uno a uno, mis compañeros y yo pasamos al frente para anunciar qué íbamos a estudiar y dónde lo haríamos. Mi camino, sin embargo, no siguió el de la academia inmediatamente. El domingo 20 de julio de 1980, por un giro inesperado del destino, comencé a trabajar como conductor de un bus intermunicipal en la ruta entre Pamplona y Cucutilla. Esa experiencia, que duró poco más de un año, me permitió no solo adquirir disciplina, sino también establecer conexiones valiosas que, en septiembre de 1981, me llevaron a dar el siguiente gran paso: trabajar en una empresa de servicios petroleros.
Inicié como conductor en la zona rural del corregimiento de El Llanito, cerca de Barrancabermeja, donde permanecí durante un año y medio. Fue entonces cuando el propietario de la empresa, reconociendo mi dedicación y capacidad, me pidió quedarme en la región para liderar el proceso de establecer una oficina sede en Barrancabermeja. Ese momento marcó un antes y un después en mi vida, pues fue allí donde conocí a Maureen Luz.
Con Maureen Luz compartí los siguientes 30 años de mi vida, años que estuvieron llenos de una amplia gama de experiencias, algunas tan extraordinarias que estoy convencido de que ni siquiera el más adinerado o influyente de la región, o incluso del país, podría haberlas vivido con la misma intensidad. Juntos atravesamos desafíos, descubrimos nuevas perspectivas y vivimos historias que permanecen como testimonio de lo que significa experimentar la vida en toda su plenitud.
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A mediados de 1985, tomé en arriendo una oficina para la sede de la empresa en el edificio CAMERBASA de Barrancabermeja. Era un espacio cómodo y bien ubicado, ideal para nuestras operaciones. Un día, mientras observaba el panorama desde la ventana, mi mirada se posó en una joven que salía del supermercado al frente. Su agraciada figura me resultó inmediatamente familiar. Sin pensarlo dos veces, cerré la oficina y bajé a toda prisa para seguirla, decidido a confirmarlo.
Me adelanté para cruzarme en su camino y, al detenerme frente a ella, le dirigí un saludo lleno de amabilidad, presentándome con cortesía. Su rostro reflejaba sorpresa, pero pronto entablamos una conversación fluida que derivó en mi invitación a almorzar. Durante la comida, inspirado por la ocasión, confeccioné un acróstico especialmente para ella, algo que siempre ha sido un recurso personal que utilizo con destreza.
Esa pequeña composición pareció despertar en ella algo más profundo. Lo que comenzó como curiosidad pronto se transformó en un sentimiento intenso y difícil de contener. Sin embargo, aunque ella empezaba a demostrar un afecto creciente, yo tenía ciertas reservas. Era más joven que yo, y eso chocaba con mi costumbre de relacionarme con personas mayores que yo, al menos por algunos años.
A pesar de mis dudas, nuestra relación avanzó con rapidez, aunque no sin límites claros. Continuamos lo que podría llamarse un "noviazgo" durante un tiempo. Sin embargo, cuando ella, cada vez más desesperada, comenzó a pedirme que adelantáramos nuestra luna de miel, fui firme en mi respuesta: hasta que nuestra unión no fuera bendecida por un sacerdote, no daríamos ese paso. Para mí, ese principio era inquebrantable y representaba una convicción que había guiado mis relaciones desde siempre.
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Aquella decisión incrementó las expectativas y los sentimientos de ella hacia mí. Desde ese instante, comenzamos a planear nuestro matrimonio, que sería celebrado en Pamplona, su ciudad natal. Cabe mencionar que nunca le confesé que también era mi tierra de origen. De hecho, cuando me habló de dónde era, aproveché para pedirle que me hablara de su pueblo, sus costumbres, su gastronomía y sus paisajes. Cada día crecía en mí el deseo de conocer aquella tierra culta, noble y fría que describía con tanto cariño.
En nuestras conversaciones, solía hablarme con orgullo de la Universidad de Pamplona, de la que era egresada, y de cómo había ampliado su oferta académica hasta alcanzar un nivel comparable con el de grandes centros de formación profesional del país.
Nuestra rutina diaria se había vuelto una mezcla de lo cotidiano y lo especial. Generalmente, la esperaba a la salida del plantel donde trabajaba como profesora de educación física. Desde allí, la acompañaba a su lugar de residencia, ubicado a escasas cinco cuadras. Si no tenía trabajo pendiente, me quedaba con ella en su apartaestudio, disfrutando de pequeñas rutinas compartidas: escuchar música, ver películas ocasionales y matizar todo con besos apasionados. Aquellos besos eran, para mí, una prueba de fuego, pues debía cumplir mi promesa de mantenerme firme hasta el matrimonio.
Sin embargo, hubo momentos especialmente difíciles. Recuerdo una noche en particular, cuando un aguacero con tormenta se desató de repente mientras estábamos en su residencia. La lluvia no cesaba, y pronto llegó la tormenta eléctrica, dejando el lugar sin luz por gran parte de la noche. La única solución era quedarme allí.
Esa noche, enfrenté una de las mayores pruebas de autocontrol de mi vida. Ambos nos bañamos y nos acostamos completamente desnudos. Tras un largo rato de mirarnos a los ojos en silencio, nos abrazamos. Así permanecimos el resto de la noche: enredados en un abrazo que, aunque lleno de tentación, respetó la promesa que me había impuesto. Fue una noche interminable y tormentosa, tanto dentro como fuera de aquel pequeño apartamento, pero al mismo tiempo, una experiencia transformadora. A pesar de las circunstancias, logré mantener mi palabra, fortaleciendo mi determinación.
Sin embargo, detrás de esa conquista latía una intención más oscura y confusa, una que, con el tiempo, revelaría una faceta de mí mismo que aún no terminaba de comprender del todo.
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El tiempo avanzaba de manera implacable, y el gran día de nuestro matrimonio se acercaba con una velocidad que, en lo más profundo de mi ser, deseaba que fuera más lenta, casi inmóvil. No había forma de detener la marcha del calendario, que parecía burlarse de mis contradicciones internas. Semana tras semana, siempre había alguien que me recordaba la inminencia de aquel evento que prometía ser inolvidable. Los preparativos pendientes, los trámites y los pequeños detalles por resolver se acumulaban como una cuenta regresiva que me asfixiaba más con cada día que pasaba.
Había momentos en los que, al proyectarme hacia el día de la boda, no podía evitar imaginar las lágrimas y el desconcierto que causaría tanto en mi novia como en su familia cuando todo se revelara. La simple idea de provocarles tal sufrimiento me hacía titubear. En más de una ocasión, consideré seriamente abortar la operación y desistir de mis intenciones, pensando que quizás podría hallar una salida más digna para todos. Pero bastaba con observar el brillo de sus ojos, el entusiasmo inquebrantable con el que hablaba de nuestro futuro juntos, y el amor ciego que me profesaba, para que la determinación volviera a apoderarse de mí. Retomaba entonces el plan original con renovado fervor, cuidando cada detalle y asegurándome de no dejar rastro alguno que pudiera revelar mi verdadera intención.
El tiempo no se detenía, y cada día que pasaba sentía que el peso de mis decisiones crecía. La boda, programada para celebrarse en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en Pamplona, Norte de Santander, se acercaba irremediablemente. Los preparativos, aunque necesarios, los postergaba cuanto podía, utilizando como excusa nuestro plan de viajar con suficiente anticipación, apenas dos días antes del evento. Según mi argumento, eso nos daría el tiempo necesario para ultimar detalles y asegurarnos de que todo estuviera perfectamente dispuesto para la ceremonia.
Finalmente, llegó el día del viaje. Tras dejar organizados los asuntos pendientes en Barrancabermeja, emprendimos camino un miércoles por la mañana. Ella, radiante de felicidad y completamente inmersa en la ilusión del momento, había estado esperando este día con ansias. Yo, por mi parte, mantenía una fachada imperturbable, mientras una tormenta de pensamientos se arremolinaba en mi mente. La sensación de que el tiempo se agotaba y de que estaba a punto de cruzar un punto sin retorno era casi insoportable.
Arribamos a Bucaramanga hacia las diez de la mañana, tras un trayecto en el que intenté distraerme con conversaciones triviales y observando el paisaje montañoso que se desplegaba a nuestro alrededor. Una vez en la ciudad, dejamos las maletas en la terminal de transportes y nos dirigimos al centro. Paseamos por las calles bulliciosas, deteniéndonos en pequeñas tiendas para elegir algunos detalles que llevaríamos como obsequios para su familia y complementos para los preparativos en Pamplona.
Ella estaba llena de entusiasmo, hablando de sus padres, su hermana menor y de cómo nos recibirían con los brazos abiertos. Cada palabra suya era un recordatorio de la pureza de sus sentimientos y de la confianza absoluta que depositaba en mí. Mientras tanto, yo me esforzaba por mantenerme sereno, reprimiendo cualquier atisbo de culpa o duda que pudiera traicionarme. Por momentos, el peso de mis pensamientos parecía demasiado para soportar, pero me aferraba a mi determinación como si fuera el único ancla en medio de una tormenta emocional.
Tras nuestras compras, reanudamos el viaje en autobús hacia Pamplona. Salimos de Bucaramanga alrededor de las dos de la tarde, y el trayecto se tornó cada vez más frío y serpenteante a medida que ascendíamos por las montañas. Finalmente, llegamos a nuestro destino pasadas las seis de la tarde. Las luces de las farolas y el aire helado nos dieron la bienvenida, mientras la ciudad se preparaba para otra noche tranquila.
Al llegar, ella estaba llena de emoción por reencontrarse con su familia, mientras yo intentaba reunir el valor para enfrentar lo que estaba por venir. La atmósfera estaba cargada de expectativas, y aunque ella no lo sabía, mi mente estaba librando una batalla que definiría el curso de nuestras vidas.
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Retomamos el viaje alrededor de las dos de la tarde, después de haber concluido nuestras compras en Bucaramanga. El trayecto fue tranquilo, aunque el paisaje montañoso y las curvas pronunciadas típicas de la vía hacia Pamplona exigían atención y paciencia. Durante el recorrido, conversamos animadamente sobre los preparativos de la boda y las sorpresas que encontraríamos al llegar. Finalmente, cerca de las seis de la tarde, arribamos a nuestro destino, justo cuando el cielo comenzaba a teñirse de los cálidos tonos del atardecer pamplonés.
Antes de llegar a la casa de sus padres, le pedí amablemente la dirección, pues le expliqué que prefería pasar primero por el hotel Cariongo para instalarme. Según le dije, había realizado una reserva previamente. Este acuerdo lo habíamos tomado con anticipación, ya que, aunque su familia me había ofrecido hospedarme en su hogar de una manera generosa y cordial, ambos consideramos que sería más adecuado que me alojara en un hotel para preservar cierta formalidad.
Dejé mi maleta en un pequeño negocio ubicado en el parque central, un lugar estratégico donde pasaban los buses hacia Cúcuta y Bucaramanga. Era un sitio bullicioso, lleno de vida, con comerciantes locales ofreciendo sus productos y un aire fresco que contrastaba con el calor de Barrancabermeja. Tras organizar mis cosas, me dirigí hacia la residencia de mi novia, ansioso y algo nervioso por conocer a su familia.
Al llegar, el recibimiento fue cálido y profundamente afectuoso. Su madre, una mujer de porte elegante y sonrisa radiante, me recibió con los brazos abiertos, irradiando una energía maternal que de inmediato me hizo sentir bienvenido. Su hermana menor, vivaz y curiosa, también participó en la bienvenida, mientras que su padre, un hombre de semblante serio pero amable, me estrechó la mano con firmeza. Lo curioso fue que no me reconoció, y en ese momento no imaginaba el papel inesperado que iba a desempeñar en los próximos instantes.
Nos dirigimos a una amplia sala decorada con buen gusto, donde la calidez del hogar se hacía evidente en cada detalle: los cojines cuidadosamente dispuestos, los retratos familiares enmarcados en las paredes, y un aroma a café recién hecho que impregnaba el ambiente. Tras las presentaciones formales, la conversación fluyó con naturalidad. Hablamos de la ciudad, de los paisajes que había observado durante el trayecto, y de algunos recuerdos que mi novia compartió para amenizar la charla.
Cuando llegó el momento de la cena, que habían preparado con esmero y dedicación, el ambiente se volvió aún más acogedor. La mesa estaba dispuesta con una sencillez encantadora, pero antes de comenzar a degustar los deliciosos platillos, su padre tomó la palabra con la intención de abordar un tema central: los detalles finales de nuestra boda, programada para celebrarse el próximo sábado en la emblemática iglesia de Nuestra Señora del Carmen.
La expectación en sus ojos y el entusiasmo que destilaba la conversación hicieron que el peso de mis pensamientos y mis intenciones se intensificara. Sabía que, aunque todo parecía perfecto y lleno de armonía, la verdad que escondía pronto cambiaría el curso de los acontecimientos.
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Antes de pasar a la cena que tenían preparada con tanto esmero, mi plan tomó un giro más breve y directo de lo que había inicialmente presupuestado. Sabía que el momento había llegado. El ambiente, hasta entonces cálido y lleno de expectativa, comenzó a adquirir una tensión sutil, casi imperceptible para los demás, pero para mí era palpable. Me aclaré la garganta y, con una mezcla de firmeza y determinación, tomé la palabra.
Dirigiéndome principalmente al señor de la casa, aunque consciente de que su esposa estaba junto a él, comencé a hablar. Mi voz, aunque calmada, tenía un tono que demandaba atención.
—Con su permiso —dije mirando al padre de mi novia directamente a los ojos, y luego desviando la mirada hacia ella—, pero no puedo casarme.
El rostro de ella, hasta entonces iluminado por la alegría, se tornó en una expresión de perplejidad y temor. Continué, apuntando cada palabra con la precisión de quien lleva años aguardando este instante.
—Acabo de darme cuenta de algo muy importante. Usted, señor, es el padre de esta niña, la misma a quien prometí amor eterno hasta hace un instante. Sin embargo, resulta que soy Carlos Campos, hijo de Pachito, como usted solía llamarlo. Quizás usted no lo recuerde, pero hace poco más de diez años, usted me difamó de una manera que marcó mi vida profundamente.
Los rostros en la sala mostraban una mezcla de sorpresa y desconcierto. Nadie interrumpió. El peso de mis palabras llenaba el aire como una tormenta que estaba a punto de estallar.
—Hace años —proseguí—, usted le dijo a mi padre que yo frecuentaba las casas de lenocinio o prostíbulos del camellón, en la salida para Cúcuta. No sé qué motivo lo llevó a inventar semejante calumnia, pero esa mentira desató en mi hogar una serie de humillaciones que me persiguieron por mucho tiempo.
Vi cómo el color empezaba a desvanecerse del rostro del señor, y por primera vez, noté una grieta en su fachada de autoridad. Aproveché ese instante para dar el golpe final.
—Don Fulano —dije, dejando caer las palabras como un martillo—, ¿recuerda usted el día que fui a su oficina para pedirle que se retractara de lo que había dicho? Lo hice con la esperanza de que, por un mínimo de decencia, admitiera que había mentido. Pero usted, con una sonrisa burlona, me aseguró que jamás lo haría. Cuando le expresé mi indignación, usted movió los brazos con desprecio y me dijo: "Mire cómo tiemblo". Luego, para rematar, me expulsó de su oficina como si fuera un paria.
Los ojos de su esposa y de mi novia se llenaron de confusión y tristeza, pero yo no podía detenerme. Esto era algo que había llevado dentro por años, y el momento de liberarlo finalmente había llegado.
—Esa misma tarde, usted fue corriendo a mi casa a decirle a mi padre que lo había amenazado. Recibí de mi progenitor una serie de reprimendas e insultos que afianzaron aún más mi determinación. Recuerdo haberle dicho entonces, claramente, que algún día se la cobraría de una forma que le doliera en lo más profundo de su ser. Y aquí estoy hoy, cumpliendo esa promesa.
El silencio que se apoderó de la sala era sepulcral. Miré directamente a los ojos de aquel hombre que, por primera vez desde que lo había conocido, no podía sostener mi mirada.
—Ahora veo que aquella sonrisa burlona que exhibió entonces se ha desvanecido. La sentencia que lancé aquel día, aunque nunca imaginé cómo ni cuándo se cumpliría, se está materializando frente a todos nosotros.
Sin más palabras, tomé un momento para respirar profundamente, mientras las emociones en la sala fluctuaban entre el asombro, la indignación y la incredulidad. Sabía que acababa de marcar un antes y un después en nuestras vidas, y aunque el peso de mi decisión era inmenso, también sentía la liberación de haber enfrentado al pasado con una mezcla de justicia y crudeza.
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—Fulanita —dije con la voz quebrada, consciente del dolor irreparable que acababa de causar—, sé que no tengo perdón por lo que he hecho. La vida, en ocasiones, nos pone frente a situaciones tan incómodas y confusas que, sin quererlo, arrastramos con nosotros a seres tan especiales e inocentes como tú.
No había terminado de dirigirme a ella cuando el llanto desesperado de la muchacha llenó la sala. Su rostro, antes iluminado por la ilusión de un futuro compartido, ahora estaba devastado. Su madre y hermana, también desconsoladas, trataban de consolarla mientras las lágrimas bañaban sus rostros. En medio de aquel doloroso escenario, el padre, con el mismo orgullo y temperamento que había mostrado diez años atrás, me expulsó de su casa con palabras llenas de ira y desprecio. Sus reproches eran más que merecidos, lo sabía, pero también entendía que el daño ya estaba hecho, y que el peso de mi error me acompañaría para siempre.
Antes de marcharme, me permití reflexionar en voz alta, aunque sabía que mis palabras no aliviarían el sufrimiento que había provocado.
—La vida —dije—, tarde o temprano nos pasa factura por nuestras acciones. Fulanita, lo que he hecho no tiene justificación, pero quiero que sepas que esta situación también me ha marcado profundamente. Y aunque sé que esto no cambiará nada, quiero compartir con ustedes algo que he aprendido con los años: el perdón y el arrepentimiento, al menos como los entendemos, no existen realmente.
Hice una pausa, buscando las palabras adecuadas para expresar lo que sentía.
—El perdón y el arrepentimiento no pueden existir porque, de hacerlo, invalidarían la Ley de Causa y Efecto, una ley espiritual tan universal e inmutable como la ley de la gravedad. Esta ley nos enseña que todo lo que hacemos tiene consecuencias, inevitables e imparciales. Otros la llaman la Ley de Siembra y Cosecha, o como una querida amiga la describe, la Ley Agraria: lo que siembras, cosechas. No se puede sembrar sin cosechar, y tampoco cosechar sin haber sembrado.
El silencio que siguió a mis palabras fue ensordecedor. Las emociones en la sala eran un torbellino, y yo sabía que había dejado un vacío irreparable en esa familia noble y buena. Un error, una decisión impulsada por el rencor y la inmadurez, había causado un daño que ni el tiempo podría borrar.
—Sin embargo —continué, con la voz temblorosa—, todo en la vida, tarde o temprano, pasa. Lo malo de lo bueno es que también pasa, y lo bueno de lo malo, igualmente, pasa.
Los años, como un río que fluye constante, se encargaron de llevarse el dolor y el sufrimiento de aquella familia. Fulanita, con el tiempo, reconstruyó su vida. Se casó con un hombre excepcional y juntos tuvieron un hijo prodigioso que se convirtió en director de orquestas sinfónicas en Europa. Ese hijo, ahora adulto, siempre ha sido un apoyo incondicional para su madre, a quien adora profundamente.
Hace relativamente poco, Fulanita quedó viuda. Ahora vive en Austria, al lado de su único hijo, su nuera y su nieto, quien parece querer seguir los pasos musicales de su padre. Su vida, aunque marcada por aquel episodio doloroso, encontró su cauce y floreció de maneras extraordinarias.
Yo, por mi parte, aprendí una lección imborrable: nuestras acciones tienen un eco que resuena en la vida de los demás, y no siempre podemos controlar las consecuencias. Pero también aprendí que el tiempo, con su infinita paciencia, nos ofrece la oportunidad de reflexionar, aprender y, en ocasiones, sanar.
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