Cosechás lo que Sembrás                  Carlos Campos Colegial

Le advertí que algún día se lo cobraría... con algo que le doliera en lo más íntimo. Y aquí estoy.

Estoy cumpliendo mi promesa. Ahora veo que se te ha borrado la sonrisa de aquel día.

—Fulanita —dije, volviéndome hacia ella—, sé que no tengo perdón por lo que he hecho, pero la vida, a veces, nos enfrenta a situaciones tan incómodas que arrastramos consigo a seres especiales e inocentes como tú...

No había terminado de hablar cuando ella, ahogada en llanto y desesperación, se desplomó emocionalmente. A su lado, su madre y su hermana estaban visiblemente descompuestas. El señor, como lo hiciera diez años atrás, volvió a darse el lujo de echarme de su casa en los peores términos, muy merecidos, por cierto. Como se darán cuenta, la vida, después de más de cuarenta años, me pasó la factura.

Aprovecho para compartir algo que pocos saben —o prefieren no saber—: el perdón y el arrepentimiento, en realidad, no existen. Y no lo digo por cinismo, sino por una razón profundamente lógica: si el perdón y el arrepentimiento fueran suficientes para borrar nuestras acciones, entonces quedaría sin vigencia una de las leyes espirituales más sagradas y perfectas del universo: la ley de Causa y Efecto.

Como la ley de la gravedad, esta ley ha funcionado, funciona y funcionará eternamente, en cualquier rincón del cosmos.  

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Algunos la conocen como la ley de siembra y cosecha; una querida y sabia amiga mía la llama simplemente "la ley agraria": lo que siembras, cosechas. Y lo más importante es comprender que ambas acciones están intrínsecamente unidas: no se puede sembrar sin cosechar, ni cosechar sin haber sembrado.

Imaginarán el cuadro que dejé tras de mí en aquella casa: un hogar de seres nobles, buenos... heridos por una verdad que solo el tiempo, y la vida misma, se atrevieron a poner sobre la mesa.

Y pensar que, por una decisión errónea —una que he pagado con creces—, dañé irreparablemente a una familia noble y generosa. Por fortuna, como siempre lo he afirmado, todo en la vida pasa. Cito una famosa frase que lo resume bien: "Lo malo de lo bueno es que pasa, y lo bueno de lo malo es que también pasa". Todo, absolutamente todo, pasa. Y este caso no fue la excepción.

Con el tiempo, esta persona rehízo su vida y se casó con un hombre excepcional. La vida la recompensó con un hijo sin igual, que hoy se desempeña como director de orquestas sinfónicas en Europa. Siempre ha estado pendiente de su madre, a quien adora profundamente. Hoy, tras haber enviudado hace relativamente poco, ella reside en Austria junto a su hijo, su nuera y su único nieto, quien parece querer seguir los pasos artísticos de su padre.

Dejo en suspenso este desafortunado episodio, pues al final de este relato, querido lector, quizás encuentres en él un reflejo del momento actual que estoy viviendo: una cosecha abundante de lo que alguna vez sembré con imprudencia. 

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Esta historia se enlaza, además, con otro episodio desafortunado ocurrido cerca de diez años después.

Ocurrió en Pamplona. Una querida familia amiga recibía, como cada diciembre, la visita de Juan Luis, el hijo menor, quien residía en Medellín junto a su esposa, Martha Ligia, y sus pequeños hijos, Mateo y Sebastián. Todo se desarrollaba con la normalidad propia de un hogar lleno de afecto. Aquella ciudad apacible, envuelta casi siempre en una niebla perpetua, se convertía en un escenario idílico para el reencuentro. De vez en cuando, los cálidos rayos del sol se colaban entre las nubes, colmaban de luz los espacios y animaban a sus habitantes a salir, a disfrutar del aire fresco y de las múltiples actividades que ofrecía la cotidianidad de aquel lugar bendecido por la quietud.

...dejando atrás por unos momentos las ruanas y chaquetas que los protegían del penetrante frío. Fue entonces cuando, desde muy temprano, doña Olga, la madre de Juan Luis, le pidió que en el transcurso de la mañana se dirigiera a la oficina de Granahorrar para pagar el recibo de la energía.

Después de desayunar, jugar un buen rato con sus pequeños hijos y conversar con su madre y su hermana sobre diversos temas, decidió salir al banco cerca de las once de la mañana. Era una hora próxima al cierre —que se efectuaba a las once y media—, lo que garantizaba una menor afluencia de clientes y una atención más esmerada por parte de los cajeros.

En la caja número 2 atendía Fabiola, una joven santandereana muy agraciada, quien había llegado a esa ciudad apenas un mes  atrás.

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Se desempeñaba como cajera mientras se concretaba el traslado de la subdirectora de la oficina a Bogotá.

Cuando llegó el turno de Juan Luis, ocurrió algo especial: un "clic", ese chispazo casi mágico que a veces se da entre almas afines. Fue tan evidente, que Fabiola, con una sonrisa tímida pero resuelta, le pidió que la esperara a la salida. Le robó la palabra justo cuando él se disponía a hacerle la misma invitación.

Se encontraron minutos después y, como movidos por una fuerza irresistible, se fundieron en un cálido y prolongado beso, ante la mirada atónita de algunos transeúntes que conocían a Juan Luis y a doña Olga, su madre. Tomados de la mano, caminaron hacia el hotel Cariongo, lugar donde Fabiola se hospedaba por el momento. Para cualquier desprevenido que los viera pasar, parecían una pareja de enamorados de toda la vida...

...pareja de toda la vida, así se sentían ellos. Eran almas gemelas, sencillamente. Aquella tarde la pasaron juntos, pues Fabiola llamó a las dos en punto a la oficina para informarle al gerente que no asistiría hasta nueva orden, alegando un inconveniente de orden familiar impostergable. Mientras tanto, Juan Luis hacía lo propio: llamó a doña Olga para comentarle que ya había pagado el recibo de la energía… y que también había conocido al amor de su vida. Le pidió, con serenidad pero firmeza, que le informara a Martha Ligia que no regresaría con ella a Medellín. Era una decisión tomada, sin posibilidad de marcha atrás. En su momento —aclaró— se pondría en contacto con ella para  tramitar la separación legal y acordar el mantenimiento de los niños.

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Mientras tanto, en aquella habitación del hotel Cariongo, la felicidad, la alegría y la pasión inundaban cada rincón. Esos dos seres se reencontraban —no se conocían, se reencontraban— y se fundían espiritualmente para siempre.

En casa de doña Olga, en contraste, la desazón y una tristeza generalizada se apoderaban del ambiente. Nadie podía comprender qué había pasado, y mucho menos por qué ocurren situaciones capaces de romper familias y relaciones de años, sin importar a quién afecten.

Al caer la tarde, una comadre de doña Olga la visitó, intrigada por lo que había visto. Le preguntó quién era la joven que al mediodía se desplazaba tomada de la mano con Juan Luis —una joven, según decían otros vecinos, que trabajaba como cajera en Granahorrar. Con estos datos, doña Olga se dirigió sin demora a la oficina del banco y solicitó hablar con la gerencia, donde le informaron que...

La cajera no volvería hasta nueva orden, informaron en la oficina del banco, pues había tenido que atender una situación familiar de carácter urgente. Al enterarse de lo sucedido con Juan Luis, intentaron comunicarse con él a través del hotel, pero en recepción ya se había dado la instrucción de no pasar llamadas ni permitir visitas. Además, como se avecinaba un fin de semana con lunes festivo, la información oficial era que la señora de la habitación 203 había salido de viaje.

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Desde el primer instante, la relación entre Juan Luis y Fabiola no podía haber sido mejor. Estaban unidos desde lo más profundo de su ser. Prácticamente, se comunicaban sin hablar, bastaba con mirarse a los ojos o intuirse los pensamientos. Y qué decir de aquella tarde, cuando se fundieron en un encuentro íntimo que se prolongó hasta bien entrada la noche. Solo hasta el día siguiente, cerca del mediodía, retomaron el tema de la alimentación, y así, sin planearlo, iniciaron lo que sería su rutina diaria cuando decidieran ponerle una pausa a esa inesperada y sinigual luna de miel que vivían. Para ambos, era lo más maravilloso que la vida les había ofrecido jamás.

Mientras tanto, en casa de doña Olga, la situación alcanzaba proporciones inimaginables. Nadie podía comprender lo que estaba ocurriendo. Y aunque en una ocasión, cuando me lo contaron, traté de explicar que se trataba de un encuentro entre almas gemelas —algo tan poderoso como inevitable—, para la mayoría aquello simplemente no tenía justificación posible. Era un comportamiento incomprensible, inaceptable, sin lógica ni explicación.

Todo cambió cuando una comadre de doña Olga dio una genial idea y ahí entré, sin proponérmelo, solo con el ánimo de proteger a la familia, desconociendo el grave daño que me estaba causando espiritualmente al atentar contra la principal ley espiritual: la ley del amor. De esta ley emanan muchas otras, directamente relacionadas, como la ley de causa y efecto —o ley agraria, como algunos la llaman— y que generalmente se conoce como la ley de oro: "Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti". La Biblia lo resume claramente: "Con la vara que mides, serás medido". Y así es, tal cual.

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Doña Olga me contactó para comentarme lo sucedido. Le expliqué, con la mayor serenidad posible, de qué se trataba este tipo de vínculo, pero ella insistió en la corta edad de los hijos de Juan Luis —de apenas dos y tres años— y en el impacto que esto tendría sobre ellos. En esa época yo asistía a reuniones de espiritismo, como comento en Mis últimos 50 años, y ella me pidió el favor de interceder, de buscar una forma de separar a los recién enamorados, con la esperanza de que todo volviera a la normalidad.

Le prometí que hablaría con el médium, para ver qué se podía hacer. Efectivamente, ese mismo día me comuniqué con él y, al contarle lo sucedido, me reprochó de inmediato por lo que pretendíamos hacer. Me advirtió que insistir en ello traería consecuencias nefastas en el futuro. Dijo que, si se quería hacer algo realmente definitivo, eso solo sería posible a través de personas que trabajaran en el bajo astral o, como comúnmente se les conoce, "la izquierda". Aun así, insistí. Tanto, que me dijo sin rodeos. -Contáctese con las viejas que fuman tabaco en las inmediaciones del caño. Para ubicar al lector, esta finca está ubicada prácticamente dentro del perímetro urbano de Bucaramanga. En la parte superior, entrando a mano derecha, se encuentra la casa de los dueños, quienes cobran una especie de peaje a quienes acuden allí a realizar prácticas de mediumnidad, hechicería, brujería, santería y todo lo relacionado con ese arte.

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En aquel lugar, diariamente se pueden estar reuniendo por lo menos unas ochenta personas, especialistas en toda clase de artilugios relacionados con estos temas. Allí encuentras quien te suministre riegos, sahumerios, amarres, salamientos, endulzamientos, separaciones, rituales, baños, tarot, vudú, etc.

Ante la insistencia de doña Olga —y colocando siempre a los niños como los más afectados— me comprometí a hacer los trámites para conseguir un personaje que se encargara, con éxito, de separar definitivamente a aquella pareja de almas gemelas.

Me indicaron más o menos por dónde se ubicaban las personas que se dedicaban a esas prácticas, y al día siguiente llegué hasta allí. Un lugar sencillamente asqueroso, ubicado en el cruce de dos desagües nauseabundos, con un entorno lúgubre a pesar de estar en medio de la naturaleza y, ese día en especial, hacer una tarde espectacular.

Me recibió una señora de más o menos sesenta años, de rostro mustio, desencajado, con ademanes toscos, cabello entrecano y desordenado, acusando la falta de aseo en su cabello y en todo su ser. Parecía que se hubiese acabado de levantar.

Me invitó a sentarme en un pequeño banco de patas cortas, en el que prácticamente me sentía sentado en el suelo. De inmediato me lanzó dos preguntas, directas, como para romper el hielo:

—¿Para qué viene usted a este altar? ¿Y quién le recomendó mi trabajo?

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Le expliqué que el supuesto trabajo no era para mí, que solamente era un intermediario entre la mamá de un amigo y la situación, y que lo hacía pensando en evitar que los dos pequeños hijos crecieran sin la tutoría de un padre. También le conté cómo había llegado hasta allí y las excelentes referencias que me habían dado sobre su trabajo en todos los aspectos.

Después de escucharme exponer los hechos y lo que se esperaba que sucediera en los próximos días, encendió un tabaco del cual arrancó una punta con los dientes. Con el nombre de Juan Luis solamente, lo fumó lentamente, hasta emitir su veredicto:

—Efectivamente, se trata del reencuentro de almas gemelas… una condición muy particular y de escasa ocurrencia.

Al igual que el médium a quien consulté inicialmente, me recalcó lo delicado que solía ser intervenir en estos procedimientos. Me dijo que, muchas veces, era más valioso el sentimiento y el momento que estaban viviendo los enamorados que cualquier otra circunstancia. Incluso que, por más pequeños que fueran los hijos, dejarían de serlo pronto, y el universo se encargaría de darles su justa recompensa.

Me sugirió hablar con doña Olga y hacerla caer en la cuenta de lo que esto implicaba para todo el círculo familiar. Y si aun así insistía en proceder, entonces debía conseguir el nombre completo y la fecha de nacimiento de Fabiola fue la primera instrucción. En la próxima visita, la señora me daría el costo y la lista de los elementos que debía proporcionarle para iniciar, en los días siguientes, los diferentes rituales.

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Me comuniqué con doña Olga y le expliqué detalladamente lo que la mujer encargada del trabajo me había advertido. Sin embargo, ella, teniendo como única excusa el bienestar de los hijos de Juan Luis, decidió proceder y dio un ultimátum: en la próxima comunicación me informaría el costo de los honorarios de la señora y los implementos que solicitaría.

Desafortunadamente, no tomé en cuenta que, de alguna manera, yo estaba siendo cómplice, por no decir coautor, de la terrible decisión que doña Olga había tomado. Al finalizar este relato entenderán cómo terminé afectado; por fortuna, pude saldar esa deuda en esta vida y no tener que regresar en otra para cancelar lo que, de alguna forma, propicié en esta.

Regresé al día siguiente para coordinar con la señora los pormenores del episodio y así iniciar cuanto antes el ritual. Ella me suministró la siguiente lista, verdaderamente tenebrosa: tres velones negros de buen tamaño, que se garantizaran para durar encendidos siete días; dos muñecos de cera virgen, representando al hombre y a la mujer; una libra de tocino de cerdo; varias esencias cuyos nombres se me escapan; un pliego de cartulina negra; y un paño de agujas de buen tamaño, y en un papel viejo, tomado de un cuaderno usado, los nombres completos de las dos personas, junto con la fecha y lugar de nacimiento, escritos con tinta roja.

No tenía la menor idea de dónde conseguiría tan extraños elementos, por lo que pedí ayuda al médium amigo, quien, antes de darme las indicaciones, me recalcó el peligro que implicaba realizar este tipo de rituales en los que estaría involucrado, aunque invocara que se hiciera para favorecer a los pequeños hijos de Juan Luis.

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