contador grátis

                  Cosechás lo que Sembrás                   Carlos Campos Colegial

Dejo en suspenso este desafortunado acontecimiento, con la certeza de que al finalizar este relato, usted, estimado lector, encontrará el reflejo de su impacto en mi presente, donde estoy cosechando con creces las consecuencias de mis decisiones. Además, a este episodio se suma otro infortunado suceso ocurrido cerca de diez años después, cuyo desenlace continúa resonando en mi vida.

En aquella ocasión, una familia amiga en Pamplona, como era costumbre en las festividades decembrinas, recibió la visita de su hijo menor, Juan Luis, quien vivía en Medellín junto a su esposa, Martha Ligia, y sus pequeños hijos, Mateo y Sebastián. La llegada de la familia fue un motivo de alegría y unión, y todo se desarrollaba con la serenidad propia de aquel hogar envidiable, enclavado en la apacible ciudad de Pamplona.

La ciudad, cubierta por su característica niebla permanente, parecía un rincón congelado en el tiempo. Sin embargo, de vez en cuando, los cálidos rayos del sol lograban atravesar la bruma y bañaban las calles, invitando a sus habitantes a salir y disfrutar de diferentes actividades al aire libre. En esos momentos, las ruanas y chaquetas que los protegían del frío penetrante eran temporalmente reemplazadas por sonrisas y el bullicio de una comunidad que aprovechaba al máximo las breves apariciones del sol.

En medio de esa atmósfera de tranquilidad y regocijo familiar, algo inesperado y lamentable estaba a punto de suceder. Lo que parecía un encuentro decembrino más, pronto se convertiría en un evento que marcaría a todos los involucrados, dejando una huella que, como muchas otras, la vida me cobraría tiempo después con su implacable ley de Causa y Efecto.

11

              Cosechás lo que Sembrás                Carlos Campos Colegial

Fue entonces cuando, desde muy temprano, doña Olga, la madre de Juan Luis, le pidió que en el transcurso de la mañana se dirigiera a la oficina de Granahorrar para pagar el recibo de la energía. La solicitud, aunque simple, se convertiría en el detonante de un acontecimiento inesperado.

Después de desayunar en compañía de su madre y su hermana, jugar un rato con sus pequeños hijos, Mateo y Sebastián, y conversar sobre temas variados, Juan Luis decidió salir hacia el banco cerca de las once de la mañana. La hora, próxima al cierre de las once y media, era estratégica, pues a esa hora los clientes eran pocos y la atención de los cajeros más esmerada.

Al llegar, Juan Luis se dirigió a la caja número 2, donde lo atendía Fabiola, una joven santandereana de innegable belleza y porte, que había llegado a la ciudad hacía poco más de un mes. Ella se desempeñaba como cajera mientras esperaba la transferencia de la subdirectora a Bogotá, lo cual le permitiría ocupar una posición más estable en la oficina.

El encuentro entre Juan Luis y Fabiola fue fulminante, como si dos almas destinadas a encontrarse finalmente lo hicieran en ese preciso instante. Cuando llegó su turno, algo indescriptible ocurrió: un clic, un magnetismo peculiar que solo puede atribuirse al misterioso lazo de las almas gemelas.

Fabiola, con una espontaneidad que la sorprendió a ella misma, le pidió que la esperara a la salida. Curiosamente, Juan Luis estaba a punto de proponer lo mismo, pero no tuvo tiempo de articularlo. Su conexión era tan inmediata y profunda que parecía estar escrita en algún rincón del universo.

Minutos después, se reunieron fuera del banco. Sin mediar muchas palabras, se fundieron en un cálido y prolongado beso, como si estuvieran en un mundo aparte, ignorando las miradas atónitas de los transeúntes que pasaban. Algunos reconocieron a Juan Luis, sabiendo que era hijo de doña Olga y hombre de familia, lo que solo añadió un aire de desconcierto al momento.

Tomados de la mano, como si llevaran una vida juntos, caminaron hacia el hotel Cariongo, donde Fabiola se hospedaba temporalmente. Para los desprevenidos observadores, parecían una pareja consolidada, una unión que irradiaba una naturalidad imposible de explicar. Ellos, en cambio, lo sabían en lo más profundo de sus almas: eran simplemente eso, almas gemelas reencontrándose en el momento menos esperado.

12

                Cosechás lo que Sembrás                 Carlos Campos Colegial

Aquella tarde la pasaron juntos, entregados por completo a la pasión y al magnetismo de su conexión. Fabiola, con la determinación que la caracterizaba, llamó a la oficina alrededor de las dos de la tarde para informar al gerente que no asistiría hasta nueva orden, alegando un inconveniente familiar de carácter impostergable. Mientras tanto, Juan Luis, decidido a seguir su corazón, hizo lo propio llamando a su madre, doña Olga.

Con un tono entre emocionado y resuelto, le explicó que no solo había pagado el recibo de la energía, sino que también había conocido al amor de su vida. Ante la evidente incredulidad de su madre, Juan Luis añadió que esta decisión era definitiva y no tenía marcha atrás. Además, le pidió el favor de informar a Martha Ligia, su esposa, que no regresaría con ella a Medellín. Concluyó asegurando que, en su momento, la contactaría para gestionar los trámites de la separación y acordar los términos del cuidado de los niños, Mateo y Sebastián.

Mientras la felicidad, el entusiasmo y la pasión colmaban la habitación del hotel Cariongo, donde esos dos seres se reencontraban en cuerpo y alma, la casa de doña Olga se sumía en el desconcierto. La noticia cayó como un rayo, dejando una mezcla de incredulidad, tristeza y consternación. Nadie en la familia podía entender cómo, en cuestión de horas, la vida de Juan Luis había dado un giro tan radical.

La tarde avanzaba lentamente en aquel hogar invadido por el desasosiego. Cada miembro de la familia intentaba asimilar lo ocurrido, aunque las explicaciones eran escasas y las preguntas abundaban. Fue entonces cuando una comadre de doña Olga, conocida por su carácter curioso, llegó a visitarla.

—Olga, ¿quién era la muchacha que iba tomada de la mano de Juan Luis hacia el mediodía? —preguntó con evidente interés—. Dicen que es una cajera nueva de Granahorrar, muy bonita, pero... ¿de dónde salió?

La pregunta fue como un golpe más en medio del aturdimiento. Doña Olga apenas tuvo fuerzas para responder. Entre comentarios y rumores, la imagen de su hijo menor y aquella joven desconocida paseando juntos, como si fueran una pareja consolidada, comenzó a expandirse por el vecindario.

Los acontecimientos del día habían dejado un vacío emocional difícil de llenar y una sensación de que, en un abrir y cerrar de ojos, todo podía cambiar. Las decisiones de Juan Luis habían descuadernado relaciones y hogares, afectando no solo a quienes estaban directamente involucrados, sino también a quienes los rodeaban.

13

               Cosechás lo que Sembrás                Carlos Campos Colegial

Con la información recibida de la comadre, doña Olga decidió actuar de inmediato. Se dirigió a la oficina de Granahorrar para solicitar hablar con la gerencia. Allí le informaron que la cajera no asistiría hasta nueva orden, ya que había alegado una situación familiar urgente que atender. Al atar cabos con lo sucedido con Juan Luis, se comunicaron con el hotel Cariongo, donde la respuesta en recepción fue clara y contundente: no podían pasar llamadas ni permitir visitas para la habitación 203, ya que existía una orden expresa de privacidad. Además, según dijeron, la señora de esa habitación había informado que saldría de viaje, aprovechando el fin de semana largo con lunes festivo.

Mientras tanto, en la habitación 203, la relación entre Juan Luis y Fabiola florecía con una intensidad arrolladora. Desde el primer instante, parecía que sus almas se habían encontrado tras un largo periodo de separación. Se comunicaban con una conexión tan profunda que apenas necesitaban palabras; bastaba con una mirada para entenderse plenamente. La química entre ellos alcanzó su clímax aquella tarde, cuando se entregaron a un encuentro íntimo que se prolongó hasta bien entrada la noche. Era como si el tiempo se hubiera detenido para ellos, permitiéndoles disfrutar de una pasión y complicidad que jamás habían experimentado.

Al día siguiente, hacia el mediodía, retomaron el tema de la alimentación. Entre risas y caricias, comenzaron a imaginar cómo sería su vida juntos una vez decidieran dar por concluida esta inesperada y mágica luna de miel. Para ambos, era el máximo regalo que la vida les había ofrecido, una experiencia única que parecía sacada de un sueño.

Sin embargo, en casa de doña Olga, la situación era caótica. La familia estaba sumida en una confusión y tristeza de proporciones inimaginables. Nadie podía entender qué estaba sucediendo con Juan Luis. La noticia de su decisión repentina de abandonar a su esposa e hijos para estar con una desconocida había causado un terremoto emocional en todos los miembros de la familia.

En una ocasión, alguien me comentó lo ocurrido, buscando respuestas o algún tipo de consuelo. Intenté explicarles lo que significaba el encuentro de almas gemelas, un fenómeno tan profundo como inexplicable, algo que, una vez que ocurre, es prácticamente imparable. Sin embargo, para el común de las personas, una situación así resulta incomprensible e incluso inadmisible. Ninguna razón parecía ser suficiente para justificar el comportamiento de Juan Luis, y mucho menos para aliviar el dolor y la incredulidad que embargaban a su familia.

 14 

               Cosechás lo que Sembrás                Carlos Campos Colegial

La situación en casa de doña Olga alcanzó tal nivel de desesperación que, finalmente, una comadre suya propuso una idea que, en su opinión, podría resolver el problema. Fue entonces cuando, sin proponérmelo y con la única intención de proteger a la familia, me vi involucrado en una situación que, con el tiempo, comprendería que había atentado gravemente contra los principios espirituales más fundamentales. En mi afán por ayudar, ignoré que estaba violando la principal ley espiritual: la ley del amor.

De esta ley emanan muchas otras que rigen la armonía universal, entre ellas, la ley de causa y efecto, también conocida como la ley agraria o, como otros la denominan, la ley de oro: "Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti, o no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran". Esta enseñanza, tan antigua como la humanidad misma, está presente en la Biblia, donde se menciona: "Con la vara que midas, serás medido". Sin embargo, en ese momento, cegado por el afán de restaurar el equilibrio en la familia, no supe aplicar este principio esencial.

Doña Olga, desesperada, me contactó para contarme lo sucedido con Juan Luis y Fabiola. Me narró, con lágrimas en los ojos, el dolor que embargaba a su nuera y la preocupación que sentía por sus nietos, dos pequeños de apenas dos y tres años, quienes no podían entender ni mucho menos asimilar la ausencia de su padre. Al escucharla, intenté explicarle la naturaleza del fenómeno que estaban viviendo Juan Luis y Fabiola: el reencuentro de almas gemelas, una conexión que trasciende lo físico y que resulta prácticamente imparable. Sin embargo, su prioridad no era comprender, sino buscar una solución.

Doña Olga insistió, rogándome que intercediera de alguna manera para separar a los recién enamorados y devolver todo a la "normalidad". En ese entonces, yo asistía a reuniones de espiritismo, un tema que relato más ampliamente en "Mis últimos 50 años". Así que, conmovido por sus súplicas, le prometí que hablaría con el médium de confianza para explorar posibles alternativas.

Esa misma noche me contacté con el médium, confiando en su experiencia y sabiduría. Sin embargo, al comentarle lo sucedido y la petición de doña Olga, su respuesta fue un claro y contundente reproche. Me explicó que intervenir en una relación como la de Juan Luis y Fabiola, especialmente bajo las circunstancias que me había narrado, era un acto profundamente contraproducente, no solo para ellos, sino también para quienes impulsaran la separación.

Además, me advirtió que cualquier intento de ruptura efectiva requeriría la intervención de personas que trabajaran en el bajo astral, comúnmente conocido como "la izquierda". Este tipo de prácticas, añadió, están en total contradicción con las leyes espirituales y traen consecuencias nefastas, no solo en el plano físico, sino también en el espiritual. "No solo estarías violando la ley del amor", me dijo, "sino que te estarías involucrando en un camino oscuro que siempre cobra factura, tarde o temprano".

Su advertencia caló profundamente en mí, pero, aun así, me encontraba atrapado entre el deseo de ayudar a doña Olga y mi creciente comprensión de que cualquier intervención en contra de la voluntad de dos almas unidas por un lazo tan poderoso sería una afrenta al orden natural y espiritual del universo.

 15 

             Cosechás lo que Sembrás              Carlos Campos Colegial

Insistí al médium con tanto ahínco que, finalmente, me dijo con tono tajante:
—Si estás decidido a seguir con esto, busca a las viejas que fuman tabaco en las inmediaciones del caño. Ellas saben cómo hacer este tipo de cosas.

No podía creer lo que acababa de escuchar, pero su respuesta era clara. Me proporcionó detalles sobre el lugar al que debía dirigirme, un espacio que, según sus palabras, se encontraba en las afueras de Bucaramanga, prácticamente dentro del perímetro urbano, pero en una zona apartada y poco conocida. Al llegar, encontraría una finca, y justo al ingresar, hacia la derecha, estaría la casa de los propietarios del terreno. Estos no solo permitían, sino que cobraban una especie de peaje a las personas que acudían para realizar prácticas de mediumnidad, hechicería, santería, brujería y otros rituales esotéricos.

Me describió aquel lugar como un epicentro del ocultismo, un espacio en el que diariamente se congregaban al menos 80 personajes especializados en toda clase de artilugios y rituales. Allí, según el médium, podía encontrarse de todo: riegos, sahumerios, amarres, salamientos, endulzamientos, separaciones, tarot, vudú y hasta rituales más oscuros. Era un microcosmos del bajo astral, un lugar que, según sus palabras, operaba al margen de las leyes divinas y humanas.

A pesar de sus advertencias, doña Olga continuaba presionándome, siempre enfatizando el daño que esta situación podría causar en los niños de Juan Luis. Su insistencia era desgarradora, y yo, en un acto de debilidad emocional y desconexión espiritual, acepté buscar a alguien que pudiera encargarse de separar definitivamente a aquella pareja de almas gemelas.

Al día siguiente, siguiendo las indicaciones del médium, llegué a la finca. Desde el primer momento, el lugar me causó una profunda repulsión. Era un sitio lúgubre y asfixiante, ubicado en la intersección de dos desagües nauseabundos. A pesar de estar rodeado de naturaleza y de que aquella tarde en particular lucía despejada y soleada, el ambiente era sombrío. Parecía que la energía del lugar absorbía cualquier atisbo de luz o esperanza.

Una vez allí, fui recibido por una mujer que encajaba perfectamente con la descripción de lo que podría imaginarse como una bruja. Tenía unos sesenta años, su rostro estaba marcado por profundas arrugas y una expresión desencajada. Sus movimientos eran toscos y sus ademanes, rudos. Su cabello entrecano estaba enredado y parecía no haber sido lavado en semanas. Su aspecto general transmitía abandono y suciedad, como si su propia presencia fuera una manifestación del lugar en el que vivía.

Con voz grave y áspera, me preguntó qué necesitaba. Su tono no mostraba sorpresa ni interés, como si estuviera acostumbrada a lidiar con toda clase de peticiones.
—Quiero separar a una pareja —le dije, tratando de sonar decidido, aunque mi voz temblaba ligeramente.

La mujer me miró fijamente durante unos segundos que parecieron eternos. Luego, con un leve asentimiento, me invitó a pasar a una especie de improvisado consultorio. Era una habitación oscura, iluminada únicamente por unas velas cuya luz vacilante proyectaba sombras extrañas en las paredes. El olor del tabaco mezclado con el incienso resultaba sofocante. En una esquina, se encontraba un altar cargado de objetos: velas negras, cráneos de animales, hierbas secas y estatuillas de aspecto perturbador.

Sin embargo, mientras ella comenzaba a hablar y explicarme lo que sería necesario para cumplir mi petición, algo en mi interior comenzó a despertar. Una mezcla de miedo, repulsión y una vaga conciencia de las consecuencias de mis acciones me hizo dudar. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo había llegado a este punto?

 16

              Cosechás lo que Sembrás              Carlos Campos Colegial

La mujer me invitó a sentarme en un banco diminuto, tan bajo que apenas me separaba del suelo. Era incómodo, tanto física como psicológicamente, como si esa postura me colocara en una posición de sumisión ante lo que estaba a punto de suceder. Con una voz grave y seca, rompió el silencio con dos preguntas directas:

—¿Para qué viene usted a este altar? ¿Y quién le recomendó mi trabajo?

Respiré hondo antes de responder. Traté de mantener la calma mientras le explicaba que no se trataba de un asunto personal, sino de un favor que hacía a una conocida, la madre de un amigo. Le hablé de doña Olga, de sus preocupaciones por el futuro de sus nietos y de cómo yo había llegado hasta allí guiado por recomendaciones que resaltaban su experiencia y eficacia.

Ella escuchó con atención mientras yo detallaba los hechos, dejando claro que mi única intención era procurar el bienestar de los dos pequeños, quienes, según doña Olga, corrían el riesgo de crecer sin la presencia de su padre. Cuando terminé, la mujer encendió un tabaco con movimientos precisos y calculados. Antes de darle la primera calada, mordió y desechó una de las puntas, como si ese acto tuviera algún significado ritual.

—Deme los nombres —dijo, mirándome fijamente.

—Juan Luis y Fabiola, ambos con sus apellidos — sintiendo un leve escalofrío al pronunciarlo.

Con ese único dato, la mujer comenzó a fumar el tabaco de manera pausada, soltando bocanadas de humo que parecían moverse con vida propia en el ambiente cargado de la habitación. Observé cómo sus ojos se entrecerraban, como si estuviera viendo algo que yo no podía percibir. Después de un largo silencio, finalmente habló:

—Esto no es cualquier cosa —dijo, con una voz que parecía venir de algún lugar más allá de ella misma—. Se trata de almas gemelas. Una condición muy rara y de una conexión profunda, casi inquebrantable.

Sus palabras coincidían con lo que el médium me había explicado días atrás. Sin embargo, ella fue más allá. Me advirtió que interferir en una unión de este tipo era extremadamente delicado y que las consecuencias podían ser impredecibles, afectando no solo a la pareja, sino a todo su entorno.

—Escuche bien —continuó, mientras apagaba el tabaco con un gesto firme—. Lo que ellos están viviendo ahora, esa intensidad, esa conexión… muchas veces es más valioso que lo que usted cree estar protegiendo. Los niños, aunque pequeños, crecerán. Y el universo se encargará de darles lo que necesiten. Pero si usted interviene en esto, está yendo en contra de algo que trasciende las leyes humanas.

La mujer me miró con una expresión que mezclaba dureza y compasión.
—Vaya y hable con la señora Olga otra vez. Hágale entender lo que esto implica. Pero si ella insiste… —hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras llenara la habitación—, entonces necesitaré el nombre completo y la fecha de nacimiento de los dos. Con esos datos, podré calcular el costo y decirle qué elementos deberá traer para los rituales.

Me levanté del pequeño banco sintiendo que cargaba un peso enorme sobre los hombros. Sus palabras resonaban en mi mente mientras abandonaba aquel lugar lúgubre. A pesar de mi desconexión espiritual, algo dentro de mí empezaba a cuestionar seriamente el camino que estaba siguiendo. ¿Qué derecho tenía yo para interferir en una unión tan especial? ¿Sería capaz de soportar las consecuencias de un acto tan egoísta y antinatural?

 17 

            Cosechás lo que Sembrás              Carlos Campos Colegial

Después de hablar con doña Olga, regresé al día siguiente al lúgubre lugar donde la señora, con su apariencia inquietante y sus gestos toscos, me esperaba. Su presencia seguía imponiendo un extraño respeto, como si cada palabra que pronunciaba llevara un peso invisible.

Sin perder tiempo, ella me entregó una lista que me dejó helado. Cada elemento parecía sacado de una historia macabra, cargada de simbolismo oscuro:

Tres velones negros de buen tamaño que debían garantizarse encendidos durante siete días completos.

Dos muñecos de cera virgen, representando al hombre y a la mujer que serían separados.

Una libra de tocino de cerdo, algo que nunca imaginé podría tener un propósito en un ritual.

Varias esencias, cuyos nombres desconocía y que probablemente solo ella sabía manejar.

Un pliego de cartulina negra, una base sobre la cual se realizaría el ritual.

Un paño de agujas grandes, que, según me explicó, sería clave en el procedimiento.

Y finalmente, en un papel viejo, tomado de un cuaderno usado, los nombres completos de Juan Luis y Fabiola, junto con sus fechas y lugares de nacimiento, todo escrito con tinta roja, como si con ello se sellara un pacto siniestro.

Mientras me detallaba las instrucciones, no podía dejar de pensar en lo que esto significaba. ¿Era realmente necesario? ¿Hasta qué punto era justo interferir de manera tan cruel en una relación que, por más que incomodara a terceros, estaba claramente destinada a existir?

—Debes traer todo esto antes del próximo viernes —me dijo con firmeza—. Ese día es propicio para realizar el trabajo, y las energías estarán alineadas para garantizar el éxito del ritual.

Salí de allí sintiéndome más atormentado que nunca. Había llegado a este punto empujado por doña Olga y su desesperación, pero también por mi propia incapacidad para decir "no" cuando más se requería. Sabía que estaba cruzando un límite que no debía cruzar, y las palabras del médium resonaban en mi cabeza: "Esto traerá nefastas consecuencias."

Regresé a casa con la lista en mano y una sensación de culpa que me carcomía por dentro. Pero, como si estuviera atrapado en una espiral descendente, me dispuse a cumplir con las instrucciones de la señora. Conseguí los velones, los muñecos de cera, y esencias. El tocino de cerdo y las agujas fueron fáciles de adquirir, pero cada elemento que sumaba a mi lista aumentaba el peso en mi conciencia.

Cuando finalmente tuve todo listo, me sentí como un autómata, alguien que ya no controlaba sus acciones. Me preparé para regresar con la señora, sabiendo que, al dar ese paso, ya no habría vuelta atrás.

 18

              Cosechás lo que Sembrás              Carlos Campos Colegial

El local 1122 de la plaza de mercado San Francisco parecía sacado de otro mundo, un universo paralelo donde lo místico y lo esotérico coexistían en una mezcla inquietante de superstición y negocio. Al entrar, fui recibido por un hombre de aspecto peculiar: de mirada penetrante, cabello descuidado y una sonrisa que era más una mueca. El aire en ese lugar era denso, cargado de olores mezclados de esencias, hierbas y velones encendidos que titilaban sobre un altar improvisado en una esquina.

Apenas le mostré la lista de elementos que necesitaba, el hombre ni siquiera pestañeó, como si estuviera acostumbrado a solicitudes de esa índole. Me indicó con gestos dónde se encontraban cada uno de los objetos.

Primero, recogí los velones negros, grandes y robustos, que según me explicó debían tener suficiente cera para arder durante siete días ininterrumpidos. Luego, los muñecos de cera virgen, figuras rudimentarias que parecían grotescamente humanas. Cuando los tuve en mis manos, sentí un escalofrío recorriéndome el cuerpo, como si cargar con esos objetos ya me vinculase de alguna manera con la energía que se estaba gestando.

El tocino de cerdo fue otro desafío. El vendedor lo manipuló con naturalidad, explicando que debía ser fresco y en trozos grandes. Después vinieron las esencias, frascos pequeños y etiquetados con nombres que evocaban fuerzas ocultas: "Atracción fatal", "Separación eterna", "Desvío del corazón".

Finalmente, me mostró las agujas. Estaban contenidas en un pequeño paño negro y, al desplegarlo, brillaron bajo la tenue luz del local. Eran grandes, afiladas y parecían diseñadas para algo más que coser.

Antes de cerrar la venta, el vendedor me ofreció un consejo no solicitado:

—Todo lo que hagas en este mundo, regresa. Este trabajo no es algo que debas tomar a la ligera. Si lo haces, asegúrate de estar preparado para asumir las consecuencias.

Asentí en silencio, sintiendo cómo cada advertencia que recibía reforzaba la sensación de que estaba yendo demasiado lejos. Pagé lo necesario y guardé todo en una bolsa de papel marrón, que ahora parecía pesar mucho más de lo que realmente contenía.

Salí del local con una mezcla de emociones: un extraño alivio por haber completado la tarea, pero también una profunda inquietud que no podía sacudirme. Sentía que con cada paso que daba, me acercaba más al punto de no retorno, como si una sombra comenzara a proyectarse sobre mi vida y la de quienes estaban involucrados.

¿Qué debía hacer ahora? ¿Entregar los materiales a la señora para que iniciara el ritual o detenerme antes de cruzar esa línea? La culpa y el temor comenzaban a erosionar mi determinación.

19

               Cosechás lo que Sembrás               Carlos Campos Colegial

El lugar donde se llevaría a cabo el ritual era tan sombrío como el camino que había decidido transitar. Una choza improvisada, de techo bajo y paredes de tablas, albergaba un altar abarrotado de velas, estatuillas, cuencos llenos de líquidos oscuros y extrañas ofrendas. El aire estaba impregnado de humo, incienso y un hedor indefinible que parecía provenir de las profundidades mismas de la desesperación.

La mujer, con un semblante endurecido y manos que parecían haber vivido mil vidas, comenzó el ritual con una serie de rezos y cánticos en un idioma que no logré identificar. Encendió los velones negros, cuyo brillo lúgubre iluminaba las figuras de cera que representaban a Juan Luis y Fabiola. Ambos muñecos fueron colocados en el centro de un círculo dibujado con tiza blanca sobre el suelo, y cada línea del diagrama estaba adornada con símbolos que parecían cobrar vida bajo la tenue luz.

Tomó la libra de tocino y la colocó en el centro del altar, pronunciando palabras que parecían invocar fuerzas invisibles. Mientras lo hacía, derramó sobre la carne las esencias adquiridas, cada una con un nombre que hacía que mi piel se erizara: "Separación Eterna", "Confusión" y "Desamor". La mezcla desprendía un olor acre, casi irrespirable, como si el ambiente estuviera siendo contaminado con algo más que simples sustancias físicas.

Las agujas entraron en escena poco después. Una por una, la mujer las clavó en los muñecos de cera, mientras murmuraba maldiciones y decretos. Cada pinchazo parecía cargar el ambiente con una tensión insoportable, como si algo invisible pero real se estuviera quebrando en ese momento.

Finalmente, tomó un pliego de cartulina negra y comenzó a escribir sobre él los nombres completos y las fechas de nacimiento de Juan Luis y Fabiola con tinta roja. Luego, enrolló la cartulina y la amarró con un hilo negro antes de colocarla dentro de un recipiente metálico. Encendió un fuego y dejó que el humo ascendiera al cielo, mientras proclamaba que la separación estaba en marcha y que las consecuencias se empezarían a manifestar en cuestión de días.

Presenciar todo aquello fue una experiencia aterradora, una mezcla de incredulidad, temor y remordimiento. Mientras la mujer continuaba con su ritual, me di cuenta de que no era solo un espectador; al haber proporcionado los materiales y el pago inicial, me había convertido en parte activa de un acto que desafiaba no solo mi moralidad, sino también las leyes espirituales que regían mi vida.

Al salir de ese lugar, sentí que una pesada sombra me acompañaba. El remordimiento se asentó en mi pecho, y una pregunta empezó a rondar mi mente: ¿Qué precio tendría que pagar por lo que había permitido que sucediera?

 20


¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar